martes, 26 de febrero de 2008

Las vueltas de la vida [ La historia de los Lugones ]

La vida de Leopoldo Lugones (1876-1938) es conocida. Socialista de joven, férreo nacionalista después y antidemocrático al final de sus días, fue reconocido desde principios del siglo XX en Buenos Aires como poeta, orador y polemista. También criticado e incluso denostado, a medida que sus discursos se encendían y fortalecía su apoyo a los gobiernos militares.

Vivió intensamente hasta que decepcionado por la marcha de la historia política argentina o —según se interpretó a partir del libro de Cárdenas— víctima de una pena de amor, Lugones se suicidó el 18 de febrero de 1938. A los 64 años tomó un vaso de whisky con arsénico en la habitación de la posada El Tropezón, en el Tigre.

En las crónicas de la época, el padre Leonardo Castellani, que lo había asistido en su conversión al catolicismo en 1934, lamentó ese "suicidio de sirvienta". Como otros hombres de su tiempo, nunca pudo comprender no ya el suicidio sino por qué había elegido el veneno teniendo a mano su arma, a la que Lugones llamaba "La nena".

Su hijo Polo jamás quiso hablar del tema. "Una tremenda realidad, compuesta de pena, soledad y angustia precipita al ser y despéñalo en la eternidad", fueron las únicas enigmáticas palabras que escribió al respecto en el prólogo de la Selección de verso y prosa de Leopoldo Lugones, publicada en Buenos Aires por Huemul en 1971.

Emilia Cadelago, en cambio, se ocupó de decir a sus pocos confidentes que el comisario Lugones era responsable de aquel desenlace. Según contaba fue él quien detuvo el romance tardío del viejo, amenazando a la familia de la chica: de continuar, decía, metería a su padre en un manicomio. Dejaron de verse, pero Emilia lo amó hasta el final de sus días. Tanto, que pidió que, a su muerte, colocaran en su ataúd un pequeño gato de peluche que Lugones le había regalado.

Fue después de muerto Lugones que su obra pudo ser considerada con serenidad, tanto por detractores como por sus admiradores. Lo que significó que, más allá de las diferencias, fuera reconocido como uno de los patriarcas de la literatura argentina.

Se le atribuye haber situado a José Hernández en el centro del canon, con sus trabajos sobre el Martín Fierro. Casi medio siglo más tarde, fue Jorge Luis Borges quien puso a Lugones en ese mismo centro, a través de una operación muy peculiar: en el prólogo de El hacedor (1960) proclamó la grandeza de Lugones, a la vez que se declaraba su heredero. "En vida, Lugones era juzgado por el último artículo ocasional que su indiferencia había consentido. Muerto tiene el derecho póstumo de que se lo juzgue por su obra más alta", había escrito años antes.

Más tarde, en la colección Perfiles de la editorial de Jorge Alvarez, donde trabajaba su nieta Pirí, Dardo Cúneo publicó un libro sobre Lugones. "Lo traigo —escribió su autor— con su ardorosa carnadura conflictiva, con sus desacomodos, con sus propios compromisos, con sus propios desafíos, en cuyo genio y figura culmina y hace crisis, en su versión intelectual, el liberalismo en el país."

La historia de Leopoldo Lugones hijo (1897-1971), Polo, en cambio es más sombría y menos pública. Poco se ha escrito de él aún en los libros que hablan de su padre o en los tratados sobre la tortura en la Argentina. Y poco ha quedado por él escrito, más allá de los prólogos con que, como albacea literario de su padre, exigió acompañar cada una de las reediciones de sus obras mientras estuvo vivo.

Se sabe, en concreto, que durante la presidencia de Alvear fue director del Reformatorio de Menores de Olivera. Que entonces fue procesado por el delito de corrupción y violación de menores y que cuando iba a ser condenado a diez años de reclusión, el presidente Yrigoyen lo salvó cediendo ante un pedido de Lugones padre. De rodillas, éste le habría implorado que consiguiera su absolución por "el honor de la familia".

Su suerte mejoraría aún más tras el golpe de Uriburu, que a modo de reparación le hizo pagar los sueldos que dejó de percibir cuando, antes de comenzar el proceso, se lo exoneró del cargo público que detentaba. Uriburu lo nombra además comisario inspector de la Policía, en la misma repartición en la que figuraba su prontuario, que lo calificaba de "pederasta" y "sádico conocido".

Ya instalado en su nuevo cargo, Polo Lugones implementa, en el sótano de la vieja penitenciaría de la calle Las Heras, una sala de interrogatorios y torturas. Hecho, que ha sido documentado en distintas investigaciones sobre la tortura, entre ellos en Breve Historia de la tortura en la Argentina, escrita por Marcelo M. Benítez. Para ello, Lugones hace restaurar los elementos de torturas quemados públicamente en 1913, "con el refinamiento que le dan la aplicación de la electricidad, la mecánica y los modernos inventos", según relató Carlos Gimenez, un radical allí torturado en el libro El martirologio argentino, publicado en 1932.

En ese libro, Gimenez también se ocupó de describirlo con saña: "Se trata de un antropoide de mediana estatura, más bien grueso, de tez blanca, de voz un tanto atiplada, de cara redonda, mirada oblicua y turbia; sus ojos verdosos e informes son el espejo más claro de su alma tenebrosa; poco cabello de color negro y peinado a la gomina, su aspecto general es el de un feto grande que al nacer, ve, camina y habla", sostuvo Gimenez, desde el exilio en Montevideo.

A partir de ese relato y el de otras de sus víctimas se supo que su participación en la mazmorra era activa, a pesar de que su misión era más la de sabueso persecutorio que la de ejecutor de tales interrogatorios. Esta fama de torturador le valió una caricatura que lo mostraba como un monstruo y que el diario Crítica publicó en primera plana bajo el título "El torturador Lugones", cuando su hija Pirí tenía diez años.

El libro de Gimenez también incluye una anécdota de la infancia de Polo —que no aparece en otros documentos bibliográficos— que por su enorme valor ilustrativo Marta Merkin incorporó a su novelización. En ella se sostiene que durante una temporada que pasó en el campo siendo adolescente, Polo Lugones acostumbraba "violar a las gallinas" y torcerles el pescuezo "cuando ya iba a satisfacer sus salvajes sensualismos" para "aumentar sus espasmos infernales con las convulsiones de muerte del ave".

Polo tuvo dos hijas. Susana, a la que todos llamaban Pirí, y Babú. Como su padre, Polo también se suicidió.

Pirí (1925-1979), la menor de sus hijas, tenía —a causa de una enfermedad padecida cuando era una niña— una pierna más corta que la otra y una renguera evidente. Sin embargo, la disimulaba con elegancia y había aprendido, en virtud de su humor ácido y su fuerte personalidad, a llevarla con cierta belleza. Según contaba, durante su infancia le había sido mucho más fácil sobreponerse a las burlas sobre su pierna que a los comentarios acerca de su padre torturador.

Por eso, desde que cayó en la cuenta de quién había sido Polo Lugones, solía sorprender al interlocutor de turno presentándose como "la hija del torturador y la nieta del poeta". Atada a un pasado que no le daba tregua ni contención, eligió una vida intensa, desenfrenada, caótica y plena de contradicciones y dolores. Se casó y tuvo tres hijos, aunque su médico personal le había dicho que los embarazos eran un riesgo para su salud. Uno de ellos, Alejandro, no pudo escapar al estigma de los Lugones y se suicidó, también en el Tigre.

Fue mentora del mundo cultural y literario del Buenos Aires de entonces. A las fiestas que hacía en su departamento, ubicado en el edificio de El Hogar Obrero de Caballito, asistían Noé Jitrik, Osvaldo Lamborghini, Quino, León Rozitchner, Tanguito y el Tata Cedrón, entre otros.

Sin haberse dedicado exclusivamente a las letras —aunque se conservan muchos de sus relatos y compilaciones—, Pirí Lugones entregó su entusiasmo a la literatura a través del trabajo editorial. Fue amiga de editores como Jorge Alvarez y Daniel Divinsky, y contribuyó a definir esos dos grandes centros de la producción del libro en la Argentina que fueron la editorial Jorge Alvarez y Ediciones de La Flor, a la cual le dio el nombre. Fue amiga de Paco Urondo, Juan Gelman y Rodolfo Walsh, con quien convivió un tiempo.

A comienzos de los 70, cuando el clima político se había enrarecido, Pirí optó por la revolución. Junto a sus amigos de toda la vida se sumó a la resistencia, aceptando el disciplinamiento que le imponía. A los 50 años se hizo montonera y se entregó a tareas clandestinas de información e inteligencia. El 24 de diciembre de 1978 fue detenida en un departamento de Barrio Norte. Se supo que la torturaron y que estuvo al menos en tres centros de detención clandestinos. También que mantuvo hasta último momento su sentido del humor y que con sorna le decía a sus verdugos que ni siquiera eran capaces de torturar como su padre. Hay testimonios que indican que murió un 17 de febrero. Y aunque pudo haberse suicidado como su padre y su abuelo, antes de que la apresaran, optó por no hacerlo. Como si así pudiera escapar a su destino. Sin embargo, si en algo se pareció a su abuelo fue en la intensidad con que eligió vivir y morir.

"No se lo busque a Ud. en un solo lugar", le decía Dardo Cúneo a Lugones en una carta que agregó a aquel perfil publicado por Jorge Alvarez en 1968. "Usted, Lugones, como Sarmiento, es pleno argentino de energías y de enmiendas, de empuje y de contradicciones, que son las maneras de proceder de patria descargada de pasado y habitada de vacíos a poblar. A ese Lugones, a Usted, vale la pena retenerlo un momento más entre nosotros, para que siga gastando vida en esa relación directa de huevos-corazón, que fue su manera de vivir y de morir". Del mismo modo, así, vale la pena retener a Pirí, y enterarse también de esta historia de tres generaciones. Tan cercana aún en su tragedia.

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